viernes, 14 de mayo de 2010

Una pequeña anecdota!

Reflexiones al fin de un viaje a Asia



Fernando Amerlinck

8.V.2010





I. Lo profundo: una cultura y cómo pervive





L

uego de visitar el norte de India y ciudades de Nepal, Birmania, Laos, Cambodia, Singapur, Vietnam e Indonesia tengo la tentación de emitir un juicio: ¿qué prefiero de todo este largo, amplio, riquísimo viaje por Asia? Antes había conocido Pekín, Hong Kong, Tokio, Bangkok, Bali. ¿Con qué me quedo?



No me cabe una duda: me quedo con India.



No es ideal para vivir un lugar mayormente rodeado de basura, mugre, desorden, hacinamiento, ruido, y con una visible insuficiencia de infraestructura vial, logística, de transportes, y sobre todo higiénica; en México —aunque en los últimos 15 años nos hayamos casi casi estacionado— no estamos tan mal. India está recuperando décadas perdidas y hace obras y construcciones por todas partes, pero le falta muchísimo.



No es India un lugar práctico; para el caso, lo más cercano a lo perfecto que yo conozca en este mundo es el casi irreal, el apabullantemente seguro, civilizado, habilitado, futurista, saludable (y muy caro) Singapur. Son éstos los extremos más extremosos.



Me gusta India pero, como pasa con México, no me gusta su burocracia. No he sabido si en India el gobierno tenga un propósito como el declarado por el PRD de “estar cerca de la gente” cuando gente como yo lo que menos quiere es tener cerca al gobernante o al inspector o al agente de tránsito mordelón y extorsionador o al corralón o (a nivel federal) al fisco y sus demenciales e interminables, difíciles y costosos trámites e invitaciones-amenazas. Quiero que el gobierno gobierne, me brinde seguridad y así me permita estar lejos de él para poder estar cerca de mi familia, mis amigos, mi trabajo, mi casa, mis libros y películas, mi tiempo y mi paz. Pero ya llegué a México cuando quería seguir cerca de Asia. Regreso.



Me quedo con la cultura rica, antigua y profunda de India. Una cultura que se expresa diariamente en costumbres cuyo origen se pierde en el tiempo, pero que además exhibe una cotidiana capacidad de autorregenerarse para adaptarse a los nuevos tiempos y seguir viva; por eso ha durado tanto y por eso se respira diariamente esa historia, hasta en las más modernas manifestaciones de un país que progresa y crece y aspira a ser, no un tigre o un dragón, sino un elefante —lento, paciente pero potentísimo— en la economía mundial.



Me gusta un país con tradiciones profundas que se viven como cosa diaria. Los indios, sean hindúes o budistas, tienen siempre en su casa un cuarto de oración, o una simple capillita que consideran el lugar más importante de la casa, porque Dios (llámenlo como lo llamen) es el auténtico propietario no sólo del mundo sino también de la casa. Y allí encienden diariamente los hindúes una veladora de aceite, para significar cómo la luz disipa la tiniebla y el conocimiento acaba con la ignorancia. Y cantan un mantra al encender esa veladora.



Es gente que se saluda uniendo las palmas de las manos así como a los niños cristianos nos enseñaron a rezar, y haciendo una pequeña reverencia mientras dicen “namasté”, vocablo originalmente sánscrito que significa “me inclino ante ti”. Y no sólo eso. “Me inclino ante la divinidad que tienes en ti”. Y también se quiere decir “al juntar mis manos no oculto nada que pueda hacerte daño”.



Los rituales tienen un significado antiguo que se renueva cada día, como el del tilak: el pintarse (hombres, y más las mujeres) un punto rojo o color azafrán entre las dos cejas, en donde los yoguis identifican el chakra del tercer ojo. No es decoración, aunque algunas mujeres adornen su tilak hasta con joyas. Es algo más trascendente que se aplican tradicionalmente con una oración que manifiesta el propósito de actuar rectamente durante el día que comienza. Pero resulta también (como lo he leído) que en ese lugar de la frente, la marca roja o amarilla evita que la cabeza pierda algo de energía electromagnética que especialmente en ese lugar suele disiparse. Sorprendente. ¿Será?



En India se respeta a la naturaleza, a las plantas y a los animales. No tienen ellos el sentido occidental de dominar la naturaleza (y de tanto dominarla, destruirla). En India, donde todo tiene una amplia raíz espiritual y religiosa, los seres vivos son una manifestación más de la divinidad, llámese a ésta como se la llame. De plantas y animales proviene nuestro oxígeno, sustento, medicinas, y la belleza del mundo, Y merecen respeto, incluso reverencia. Por eso en India la biodiversidad que se pierde (por ejemplo, los tigres) proviene sobre todo de cazadores furtivos a quienes nada les importa la profundidad espiritual que sí tiene la tradición india y que le da un valor diferente a la naturaleza: el valor de lo sagrado.



Admiro la majestad de los sikhs y su barbada, serena dignidad, con su indispensable turbante, respetado hasta para los militares que si son sikhs, no se les obliga a usar el kepí o gorro reglamentario. No hay más que ver los alrededores del templo sikh de Delhi, para presenciar cómo lo rodea lo más miserable de la condición humana, y los mendigos más menesterosos encuentran cobijo y sustento allí.



Me deleita la belleza multicolor de los saris, y el abigarramiento con que las mujeres se visten, se pintan, se maquillan, y cómo adornan su rostro, sus dedos y sus cuatro extremidades. Es una vestimenta suntuosa, hermosa y distintiva aunque no sea costosa, que manifiesta la dignidad y seriedad con que las mujeres consideran su cuerpo, su cabeza y cuanto las cubre; que manifiesta respeto por el propio cuerpo y por la apariencia de la persona que así se viste. La contrasto con una muestra visible de la decadencia de Occidente: la profusión y difusión de una prenda estandarizada, universal, unisex, gruesa y grosera, enemiga de la coquetería femenina y del arreglo cuidadoso de los varones, antiestética y cuya personalidad y diferenciación se expresa en qué tan sucia o rota esté: los pantalones de mezclilla. Los saris son para mi gusto la prenda femenina más agraciada del mundo, más que los preciosos vestidos tradicionales de las mujeres de Vietnam, que ni con mucho se usan tan profusamente como los saris. Los blue jeans me resultan profundamente despreciables, cuando su único valor es cierta visión de la comodidad, que contradice a cuanto la humanidad haya inventado para que las mujeres se muestren atractivas, elegantes y diferentes.



Admiro la tolerancia religiosa que permite a cualquiera manifestar sus creencias sin molestar a los demás, sin pretender imponerles nada o hacer un proselitismo que pudiera lastimarlos al imponerles visiones extrañas del mundo o de la vida. Acaso por eso han fallado clamorosamente los intentos misioneros cristianos en esa zona del mundo.



Es notabilísimo ver que un país permita las prácticas extremas de monjes como los jainistas, que en sus dos grandes corrientes monacales andan por el mundo descalzos pero vestidos con ropa blanca muy sencilla, o los más radicales que ni ropa usan porque han abandonado todo lo mundano y lo han hecho en serio, haga frío o calor o llueva o lo que sea. Y a todos ellos se les permite renunciar libremente a su libertad, sin zarandajas como la muy imbécil y muy constitucional mexicanería de prohibir los conventos y órdenes monásticas, dizque porque reducen la libertad de sus agremiados (artículo 5º). Como si la libertad no fuera necesariamente el contraer compromisos (por ejemplo el matrimonio o el trabajo subordinado) que obligan a los contratantes a renunciar libremente a varias libertades.



Admiro profundamente la práctica del ayuno, la meditación, la búsqueda del silencio interior y la modificación de los estados de consciencia, que proviene de muy antiguas prácticas humanas y conocimientos, entre ellos los vedas, libros sagrados de la cultura hindú, de los más antiguos del mundo. Parecen haber conocido y practicado la meditación los indios, tibetanos y nepaleses antes que ningún otro pueblo, y supongo que las escuelas místicas de Occidente encuentran su origen más antiguo en las cumbres más altas, los Himalayas; que se nutren de ellas como los cauces de agua que dan vida al Ganges, y ayudan al encuentro místico con la divinidad que se anida en cada ser humano.



Se habla incluso (y parece haber pruebas) de que Jesús en sus años desconocidos, entre los 12 y los 30, fue visitar esa región del mundo, cuyas antiguas tradiciones místicas ya eran antiguas en la época de Alejandro Magno, y de las que habla Marguerite Yourcenar en su novela Las memorias de Adriano.



Hasta la música india me gusta, a diferencia de cualquier otra música nacida en Asia que yo haya conocido. Cuando oí en los setentas en Bellas Artes a Ravi Shankar me dije que eso era la verdadera música. En los demás países de Asia no conocen las características musicales de Occidente, especialmente la melodía. Su armonía y su tonalidad son disonantes, sosas, confusas. Su música es, lisa y llanamente, fea. La música de India es diferente, con una profundidad más aparente y agradable al oído, si se toma un poco de tiempo para acostumbrarse a ella.



En India no hacen música combinada con contrapunto, una de las máximas aportaciones de Occidente. Prefieren tocar un instrumento a la vez (cosa muy perceptible en el notable Concierto para Sitar y Orquesta, de Ravi Shankar). Hay que agradecer a los Beatles, especialmente a George y John, haber tenido el buen gusto de presentar al mundo occidental mucho de la música india a la gente de mi generación.



En fin, me alejo físicamente de este país-universo tan geográficamente lejano que es India. Espero regresar, ahora con mucha más calma.



El remolino de India, ese hoyo negro, me mantiene atrapado en su vorágine de silencio y de vida, de arte y de símbolos, de signos y de ritos, de tiempo impermanente y de cotidiano cambio.



Me voy de India con un sentimiento aún mayor y con mayor razón que como llegué, y que así escribí en la primera de mis notas. Me voy con un estado de ánimo de agradecimiento por lo que esa tierra significa. Por lo que esa cultura da. Por lo que su gente es.





II. Lo superficial: Las discretas tribulaciones de un viajero





N

o soy turista y nadie en mi familia lo es. Somos viajeros. Vale la distinción. Un viajero diseña sus propias rutas (lo cual no impide tener el servicio a veces excelente de una agencia como Ventours en India). El turista va de hotel en hotel, visitando lugares; el viajero va de lugar en lugar, durmiendo en hoteles. El turista le delega todo al guía; el viajero le hace preguntas sobre lo que ya había averiguado, y que reconoce en lo que va viendo. Las diferencias podrían consumir páginas.



El turista suele comprar paquetes y los paga más o menos a lo que le pidan. El viajero se prepara y averigua durante meses o años y aprovecha las más diversas opciones que existen, algunas de ellas temporales; en eso mi esposa ha sacado jugo hasta a las más curiosas oportunidades, y por eso hemos podido viajar mucho y a muchos lugares.



Todo empieza con las millas y los puntos por consumos con tarjetas para los viajes largos. Una vez ubicado en las antípodas del planeta, se pueden aprovechar oportunidades magníficas de líneas aéreas tan buenas como Volaris cuyos precios llegan casi al regalo. Además los precios (salvo en Singapur) son muy razonables. Hay hoteles excelentes con macrodesayuno incluido por 60 dólares la noche para 3 personas; transportes por todo un día, a menos de 500 pesos. Una cena diferente y magnífica suele costar menos que un restaurante mediocre en Nueva York o Polanco.



Quien quiera viajar a esta zona del mundo puede hacerlo pagando mucho menos que si va a la más codiciada Europa. Claro, a menos que caiga en la tentación de comprar gangas y gastar ilimitadamente, pero ése es otro cantar.



Entre otras cosas por edad, difícilmente podré hacer otro gran viaje con esta intensidad. Y es que ya que estábamos en Asia, nos sometimos a un itinerario exhaustivo en el limitado tiempo disponible, y a veces se nos fue la mano. Pero a pesar de la intensidad, el cansancio, los itinerarios repletos, el sofocante calor, las desveladas, y especialmente las espantosas desmañanadas, el atribulado viajero comprende que el esfuerzo extra vale la pena.



Las tribulaciones van de lo cómico a lo desesperante, pasando siempre por lo antieconómico. El catálogo es largo.



Para un occidental conectado con el mundo, la familia, los bancos y el trabajo, el internet no es un vicio sino una necesidad. Los hoteleros lo saben y actúan como los proveedores de drogas: la oferta dentro de un hotel está en sus monopólicas manos, frente a una demanda indispensable. El precio sube conforme a la categoría y precio del hotel, y la calidad suele ser mediocre. Los hoteles-dormitorio y los restaurantes o cafeterías de medio pelo compiten ofreciendo servicio gratis pero los hoteles grandes lo cobran hasta por medias horas y a veces sólo dentro de un poco amigable business centre en que inflan como en país bananero la importancia de su servicio y lo cobran a precio de maharajá. En alguno querían quince pesos mexicanos por imprimir una sola hoja carta.



Previendo en parte eso, contraté un servicio de roaming internacional para mi Blackberry y —oh iluso— supuse que con eso resolvería las más ingentes necesidades de comunicación en tiempos muertos, por la siempre presente vía celular. Sólo pude usarlo en Bombay, Delhi, Vietnam y Singapur, porque resulta que los convenios de Telcel no son con países sino con ciudades, y en ellas no todos los proveedores son compatibles. Seguro que me cobrarán extra por lo que no me vendieron ni sirvió, y quién sabe con qué sorpresa salgan a la hora de los cobros. De a tiro por viaje, literalmente, me ha ocurrido. Siempre he sufrido una sorpresa muy desagradable mi bolsillo cuando uso un celular fuera de México.



En un futuro no lejano, el internet dejará de estar en pañales (llevo 10 años pensando eso, y ese futuro se me aleja constantemente). Pero en ese feliz día, los gobiernos comprenderán que el internet público es un servicio tan esencial como el alumbrado público y en los hoteles se darán cuenta de que cobrar por algo tan básico como el internet será tan absurdo como cobrar por el agua caliente en el baño.



El atribulado viajero que aprovecha los servicios de las líneas aéreas de bajo precio se atribula cuando éstas se dan vuelo cobrando excesos de equipaje. O cobrando hasta un té servido a bordo. Y la línea de más largo alcance que utilizamos —American Airlines— tiene tan claro su sentido cuáquero de la prohibición alcohólica que en viajes largos sirve una cena escasa pero mala que no cobra, pero bien que cobra por el pecado: cobrar los tragos es la mayor ofensa.



No ocurre lo mismo con la otra línea larga que usamos, Singapore Airlines, que en clase económica ofrece una comida mejor que cualquiera que yo recuerde en las dos o tres veces que he viajado en primera. Y regalan vinos y cocteles inventados por ellos, sin el ímprobo ultraje de cobrarlos. No conozco mejor línea aérea que esa. Pobres líneas gringas, todas tronadas y atendiendo tan mal a su pasaje. Pero bueno, al menos las tuercas están bien apretadas, como decía una tía mía.



La peor de las tribulaciones, que llega al nivel de agravio, ocurre con el personal de seguridad. Las peores vejaciones a los viajeros no ocurren en Estados Unidos, que pide mucho pero trata con inteligencia y especialmente con respeto al viajero. No así en Delhi, donde los policías de seguridad aeroportuaria tienen una actitud displicente e irrespetuosa, torpe y exagerada contra armas terroristas tan peligrosas como un cortaúñas o una estatuita de Lord Ganesha, que obligan a desenvolver e inspeccionar (esté o no envuelta para regalo), preguntan por qué la llevo, amenazan con decomisarla, y todo eso luego de haber pasado dos veces por rayos X el equipaje de cabina. Y cachean físicamente dos veces a la gente, obligándola a sacarse de los bolsillos hasta los caramelos que traiga uno en él y revisar si la pluma escribe o es detonador de una bomba. Y la cacheada viene (a hombres por hombres y mujeres por mujeres, al menos) independientemente de que el Garret no suene o que no haya pitado la chicharra del arco antimetales. En Katmandú nos cachearon tres veces y abrieron el equipaje de mano dos. Eso no sólo es ser abusivo. Es ser un vulgar incompetente.



Lo anterior no ocurre en Singapur, donde las revisiones son como todo en ese país: inteligentes y eficaces. Tampoco en el paranoico Estados Unidos, donde sólo buscan lo que deben buscar y no someten al pasajero a la pérdida de su dignidad. ¿Pero van las molestias en EEUU o Singapur, o las vejaciones en India y Nepal, a disuadirme de viajar? No lo creo. Son parte de las tribulaciones de un viajero.



Otra son los espacios en los asientos de los aviones, que para alguien de mi rodada —o de mi zancada— me hacen desear ser un enano de hule, que es como me siento si viajo en microbús en el DF: el ángulo de mis rodillas respecto al asiento se mide con una escuadra de 45º o de 30º, salvo obviamente en Singapore Airlines.



La peor de todas las tribulaciones ocurre cuando hay un vuelo que sale a las SEIS de la mañana, de modo que me obligan a despertarme nada menos que a las 3 (ocurrió una vez; otra fue a las 4). Hacen falta actos de autoridad que impidan tales desmanes. Cuando yo gobierne este mundo, a guisa de ejemplo de un fascismo autoritario muy provechoso, mi segundo acto de gobierno será prohibir todo vuelo que obligue al pasajero a levantarse antes de las 6 (mi primer acto de gobierno será prohibir la fabricación y uso del papel tamaño oficio).



Hay algo en que los hoteles parecen ponerse de acuerdo y es en obligar al huésped a deducir despejando ecuaciones de sexto grado la ubicación de los apagadores de las luces, acertijo que lo deja a oscuras o con lámparas innecesariamente prendidas a la hora de dormir. Hay a veces una computadora que controla el aire acondicionado y todas las luces pero que para operarla hay que ver, y si está apagado todo, no se puede ver el botón con letra chiquita e impreso en negro sobre fondo gris oscuro que me indica qué botón apretar para encender qué luz. Y hay otra maravilla: los relojes de buró con que el huésped anterior se despertó para tomar uno de los vuelos de las 6 de la mañana, y que es imposible apagar cuando inopinadamente me despiertan a esa hora y no lo puedo apagar si no tengo un doctorado en ingeniera electrónica porque esos aparatejos están diseñados por genios que no saben que el huésped de un hotel no es tan ducho como ellos en aprender ciencias que no le interesan para manejar relojes incomprensibles y siempre diferentes, que carecen de instructivo.



Menos que las desmañanadas me molesta el calor, pero cuando a cambio se visitan maravillas, la temperatura pierde importancia aunque el termómetro roce los 50º. Hay que recordar que la Armada Invencible de Felipe II no fue vencida por los hombres sino por los elementos de la naturaleza, y no hay agencia de viajes que me dé un seguro para el mal clima.



Ahora viene la tribulación del cambio de horas. Da lo mismo, cuando se viene de 12 zonas horarias de distancia, volar a la izquierda del planeta o volar a la derecha. De todas maneras pegará, y por más de una semana, luego de viajar a 900 km/h por 15 horas enteras, y eso sólo hasta la primera de tres escalas, en un avión de redilas donde cobran las copas y abundan los niños llorones, y sentado en asientos donde las rodillas se me pegan con el respaldo del vecino. Escribo esto viviendo esa experiencia, entretenido así para pasar las horas interminables de un viaje de Delhi a Chicago.



Tiene algo de muy antinatural este negocio de los cambios de horas. El cuerpo humano no está diseñado para recorrer medio globo terráqueo en tan poco tiempo. Necesitaré unas vacaciones para descansar de unas vacaciones tan intensas, tan complejas, tan agotadoras, tan ricas y apasionantes. Ni modo, las vagancias tendrán que esperar porque lo que me espera es trabajo y la vida diaria en el mundo real.



Me espera la realidad, luego de haber hecho el que se lleva de calle a todos los no pocos viajes hechos en la afortunada vida de quien esto escribe. Este periplo por Asia se lleva el premio mayor.



Me espera la realidad real, las miserias humanas, las envidias, la desconfianza, las suspicacias. Las malas noticias públicas sobre encobijados, encajuelados, decapitados, ejecutados. Las miserables peleas entre políticos mediocres o venales, las protestas por justas demandas sin que nadie demande el respeto al derecho ajeno, la demagogia y la mentira. Me esperan los policías buscando a quién encorralonar, los atascos sin que algún agente de tránsito impida que los coches se queden atorando las bocacalles, los burócratas fiscales. Me espera la realidad de nuestro México lindo (ya no tanto) y querido (¿qué remedio?).



Pero en México me esperan también mis nietas, mis otras dos hijas, mis amigos y lo que me es más cercano. Me esperan muchos yines y muchos yangs. Me espera el claroscuro del mundo real, en el que tengo que hacer lo mejor posible. Un empeño por ser productivo en lo externo, y un deseo profundo de usar lo aprendido y vivido y mirar más hacia adentro.



Con esto me despido. Hasta muy pronto. Cambio y fuera.

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